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SUELAS ROJAS

SUELAS ROJAS. Parte I

Lo primero que vio al ingresar a la casa fueron las suelas rojas de las botas de su esposa, tiradas en la alfombra de la sala. Desde el fondo, al parecer de su cuarto, provenían unos gritos de pasión, y al ponerles más atención, de inmediato reconoció la voz de su esposa.

Quedó petrificado y, contrario a cualquier macho celoso, no supo qué hacer, fijó su mirada en el calzado de su mujer. Se acercó a ellas y, temblando, acarició su exquisita piel, y apreció que el color rojo de las suelas, característico de una de las marcas más prestigiadas y caras del mundo, aún prevalecía. También notó que en la parte cercana a la punta se encontraba embarrado un pequeño grillo que, literal, había sido aplastado igual que él.

Recordó que esas botas él las compró hacía poco menos de dos años, en un viaje de trabajo a Estados Unidos, como regalo de su aniversario de bodas. Para adquirirlas, no compró ropa para él en casi un año y no pudo cumplir su sueño de niño: ir a un partido de baseball de las ligas mayores.

Los gemidos se intensificaron y le ganó la tentación. Para su fortuna, la puerta de su cuarto estaba entreabierta y pudo observar cómo su mujer brincaba sobre el pene de su amante, al cual no le pudo ver el rostro.

Haciendo el menor ruido posible salió de su casa y encendió el automóvil. Camino a su oficina lo aturdían los gritos de su mujer, los cuales nunca había escuchado cuando dormía con ella, y de inmediato pensó en el grillo aplastado en la bota.

Volvió a su casa y miró a su esposa sentada en el sofá. Vestía falda negra hasta las rodillas, blusa blanca de manga larga y las botas que horas antes yacían sobre el piso. Tenía su cabello largo y negro recogido en una cola de caballo y leía. Al entrar, hizo la vista gorda para no verla, lo cual le molestó demasiado a ella.

Cruzó su pierna derecha y mientras la balanceaba en el aire, preguntó a su marido: “¿estoy muerta, o qué?”. Sin atreverse a mirarla, se sentó a su lado y le dio un beso en la frente. A ella le molestó este acto y con una mirada fría y retadora, lo vio de frente y le preguntó: “¿por qué viniste hoy en la mañana?”

A él se le detuvo el corazón y como en la mañana, contempló la suela de la bota, donde aún quedaban restos del grillito. De la mesa del centro de la sala tomó una servilleta y dijo: “amor, sin querer aplastaste un insecto, deja te lo quito”, y sin recibir la autorización de su mujer, realizó su cometido.

En ese instante recibió una cachetada contundente. “¡No me cambies el tema!, respóndeme, ¿qué hacías hoy en la mañana aquí? Y no fue sin querer, me di cuenta cuando aplasté al asqueroso bicho”. Él respondió que había olvidado llevar su comida, lo cual era cierto.

“Entonces, ¿por qué no te la llevaste?”. Tras un silencio, ella agregó: “escucha, hace tiempo que he querido hablar de esto, te soy infiel, y pensaba decírtelo de frente, pero si ya sospechabas, no debiste de venir a espiarme”.

“Te juro que digo la verdad”, respondió el cornudo con desesperación. Entonces, sin preámbulos, ella le pidió el divorcio, y el marido sintió la sangre hasta la cabeza y a nada estuvo de desmayarse. Se arrojó a los pies de su mujer y, sin saber en qué estaba fallando, pidió una segunda oportunidad.

Ella parecía decidida a no cambiar de opinión, quería volver a ser libre, como cuando estaba soltera y era adicta al sexo. De hecho, pensar que este gusto era una enfermedad fue el motivo por el que aceptó casarse con ese imbécil, del cual realmente nunca estuvo enamorada.

Además, su padre no le había heredado la mansión y aunque tenía un buen trabajo, a ella no le gustaba el estilo de vida que llevaba, por lo que debió buscar un empleo. Él no quiso que ella trabajara, más que por celos, porque quería tratarla como una reina, pero el dinero no le alcanzaba. Cuando decidieron comprar una casa, la cual puso a nombre de ella, la situación empeoró.

A ella le empezó a ir muy bien en su negocio de bienes raíces, y como ya tenía ahorrada una cantidad importante, solamente pensaba en salirse de esa casa. Por todos estos motivos, reiteró a su marido que no quería seguir viviendo a su lado, pero hubo un momento clave que cambió no solamente su decisión, sino su vida.

Llorando, el marido se abrazó de sus piernas y empezó a besar las botas, implorando compasión. “Haré lo que sea, mi vida, pero no me dejes”, rezó el desdichado. A ella no le causó lástima, aunque después, quitándoselo con un leve rodillazo y clavando un tacón en la mano del infeliz, lo cuestionó: “¿seguro que harás lo que sea?”

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé.

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