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SUELAS ROJAS XXVI – XXVII

Parte XXVI

María fue inflexible con los todos los integrantes de su cuadrilla durante las 6 horas de trabajo forzado en los campos del Instituto Correccional de la Fundación H.E.M.B.R.A.. Al menor atisbo de alguno de detenerse o menguar siquiera mínimamente el ritmo de trabajo, les aplicaba un sonoro latigazo si los tenía cerca, o bien una descarga de grado 2 o 3 si estaban alejados, regañándolos con palabras humillantes mediante su celular que se conectaba al poste de parlantes más cercano a donde estuvieran trabajando los reos. Satisfecha, cumplió con creces la porción de campo que tenía asignada para su turno. No por nada era de las oficialas más eficientes en su función, si no la mejor. Pero también, la que más bajas tenía entre sus controlados.

Cuando se cumplió el horario establecido, ella dijo: «Vayan hacia los piletones que están a mi derecha, mierdas con forma casi humana. ¡Hora de comer!» Mientras los desnudos e indefensos reclusos se acercaban, ella les dedicaba cada tanto una descarga de grado 1 para que mantengan el paso. Ni al final de la jornada les permitía un minuto de paz. Con Carlos estaba particularmente ensañada, y además de las descargas le aplicó un par de latigazos durante la breve caminata.

– «Mañana vendré montada a caballo, han ido muy lento hoy y supervisión más cercana, ¡gusanos haraganes! Aquí pagan sus crímenes contra la mujer, ¡es una oportunidad que se les da para regenerarse! ¡No es una escuelita!», bramó la magnífica mujer.

– «Esa es su comida, no tendrán otra cosa durante el tiempo que tengan que servir acá. ¡Y demasiado generosas somos! Inclínense como los animales que son y chupen por el agujero de las mordazas.», dijo la única persona que podía hablar en ese sector del campo.

Ellos obedecieron a su capataza, sin poder dejar de sentir asco ante la inmunda y poco espesa sopa hecha de agua y orina femenina mezcladas con alimento balanceado barato y restos de comida licuados.

Las luces LED del campo se habían ido prendiendo a medida que avanzaba la noche pero ahora sólo alumbraban el perímetro militarizado, los espacios de circulación y los alrededores de los edificios. Ellos obedecieron al pie de la letra. El alimento era asqueroso y olía mal, pero sabían que con esas mujeres era lo único que tendrían.

– «Luego hagan sus necesidades donde puedan, pero dejenlas bien tapadas. Y luego a las barracas a dormir, que mañana hay más trabajo. Síganme apenas terminen.»

Al entrar al edificio de sus barracas, finos chorros de agua fría a presión los bañaron de pies a cabeza, que luego cesaron para dar paso a María, que los guió hasta su ‘dormitorio’: un pozo en el suelo de unos 40 centímetros de profundidad, 2 metros de largo y 5 de ancho, donde debieron acomodarse raudamente, pues una reja empezó a desplazarse automáticamente para cerrarlo por arriba, apenas el último puso el pie en él.

– «Demasiado descanso tienen, ¡cerdos ofensores de la mujer! ¡Ni esto merecen! Pero acá son solo ganado, y como ganado duermen. Agradezcan que somos respetuosas de las leyes, ¡que si no…!»

Y fue lo último que les dijo ese día.

Habían pasado unos pocos minutos desde medianoche, las luces se apagaron y en la oscuridad solo se oía el mantra repetido una y otra vez: «La mujer es superior. El hombre, inferior. Debes aceptar su mando para ser un elemento válido de la sociedad. No puedes compararte con la mujer. La mujer es superior…», solo interrumpido cada tanto por canciones o lecturas con loas a la mujer y referencias a la intrínseca bajeza del hombre, siempre cantadas o leídas por voces femeninas.

La misma voz, armoniosa y envolvente, también pronunciaba preceptos para lo que sería la vida fuera del penal, para aquellos que lograran salir: «Tu mordaza aquí es también parte de tu reeducación. Una vez libre de ella, nunca debes hablar a menos que una mujer te de permiso o requiera algo de tí.» Y algunas otras recomendaciones similares.

A pesar de la incomodidad, Carlos no tardó en dormirse tras ese día de infierno, añorando el hogar y el servicio a las dos señoras que había querido traicionar vilmente.

CONTINUARÁ…

(Parte XXVII)

Al día siguiente, el de la cena de Diana con Eugenio, Dionisia volvió a citar a Ricardo en la cocina, luego de los quehaceres, pero esta vez a las dos de la tarde.

Ella repitió exactamente la misma puesta en escena: mismo vestuario y calzado, misma posición, misma voluntad de seguir empujando al incauto joven a la sumisión.

Cuando él entró, le dijo: «Buenas tardes Ricardo. Me alegra que seas puntual como siempre. Y perdona que te moleste, pero ya que no irás hoy a estudiar y como sigo con mis piecitos cansados como ayer, pensé que podríamos aprovechar el tiempo antes de preparar la cena para darles atención. ¿Tú lo harías por mí?»

– «¡Claro señora Dionisia!», respondió el, no solo ya con su habitual solicitud, sino recordando los deliciosos pies de la mujer y todo lo que se había excitado prestándoles servicio.

– «Gracias Ricardo. Procede entonces, y no te olvides los aceites.», dijo ella sonriendo, tanto por la ternura que le generaba lo dócil que era el muchacho como por todo lo que vislumbraba que podría hacerle aprovechando su situación de poder sobre él. Y estiró su pierna derecha, moviendo el pie hacia arriba y abajo, para indicar que esperaba que le quite ya mismo la lujosa bota.

Él hizo todo lo que ella esperaba: le sacó la bota, le untó el pie con los aceites aromáticos, le masajeó la planta del pie primero, luego se fue atreviendo a hacer lo mismo con los costados, el empeine, el tobillo, y hasta los dedos y sus entresijos, mientras Dionisia gemía suavemente denotando su alivio, y apoyaba el tacón de su bota izquierda sobre el muslo y la entrepierna del muchacho alternativamente, a veces ejerciendo presión y a veces simplemente descansando esa pierna. Trató, con éxito de excitarlo más, pero sin que él llegara a correrse. Para lo que tenía en mente, eso no hubiera sido conveniente.

Al rato, le ordenó proceder igual con su otra extremidad inferior, y la situación se repitió, solo que esta vez era su pie desnudo el que jugueteaba con el muchacho, que se sentía cada vez más indefenso y dispuesto a hacer todo lo que su dominante ‘gerenta’ le ordenara sin resistirse. Ella también sintió que había llegado el momento en que había que llevar las cosas un poco más allá, y le dijo: «Espero que no sea mucho pedir, Ricardo. Y ayer no te lo había dicho, pero la señora Diana esperaba que esta noche viniese una mucama que había contratado para servir la cena. Es que quiere impresionar bien a su invitado para que vea que cuenta con personal de servicio suficiente, pero ella le ha fallado. Por eso nos vimos en la necesidad de pedirte que esta noche estés trabajando sí o sí, pero también, aunque te parezca raro, te tengo que pedir que te vistas como mujer para servir esta noche. El que viene es el prometido de la señora Diana y no le podemos mostrar nada fuera de lugar. ¿Tú lo harías por mí? De veras me veo necesitada de pedirte esto, espero que me puedas disculpar.»

– «Pues yo, Señora Dionisia… no sé. Nunca se me ocurrió vestirme de mujer… No sabría que decirle…»

Ella le había quitado el pie derecho de encima mientras el hablaba y le seguía masajeando el otro. Pero en ese instante le volvió a apoyar el primero directamente sobre el miembro viril, levantó el izquierdo apoyándoselo sobre la cara y le acarició la cabeza, al tiempo que decía con voz condescendiente, tierna y burlona: «¡Vamos! Ya se nota que eres bien hombrecito, esto no te hará nada, te lo aseguro. No digas más nada y sigue masajeando.»

La exhuberante Dionisia volvió a bajar el pie izquierdo para que siga recibiendo atención, y Ricardo, sin decir nada, agachó la cabeza y volvió a su tarea. Ardía de deseo por besar los pies de su dominadora, estuvo a nada de sacar su lengua y lamer toda la planta cuando tenía el maravilloso pie sobre su cara, pero en ese preciso instante fue cuando ella terminó de hablar y bajó el pie para que lo siga masajeando.

En ese preciso momento, cuando él todavía estaba cavilando sobre si debía o no decir o contestar algo, Diana entró a la cocina: «¿Y cómo te ha ido con lo que necesitamos para esta noche, Dioni? ¡Vaya! ¡Pero no sabía que nuestro Ricardo también tenía estas habilidades!», concluyó la dueña de casa, fingiendo estar sorprendida de encontrarlo ahí en esa posición.

– «Pues sí, de verdad que tiene unas manos mágicas para aliviarme. Y claro, de inmediato dijo que sí, Diana. Yo siempre te he dicho que es la persona que necesitamos con nosotras a nuestro servicio.»

– «¡Genial! Me voy a descansar tranquila entonces: estaba muy preocupada por eso, y de nuevo intenté conseguir en la agencia pero no había ninguna muchacha disponible. ¿Te molestaría luego pasar por  mi recámara y ocuparte de mis pies, Ricardo?»

– «Lo que usted mande, señora Diana.», contestó emocionado por ver reconocida su labor por la dueña de casa. Al tiempo que no supo como manifestarse en contra de lo que prácticamente le imponían para esa noche: vestirse de mucama. Luego ya sería demasiado tarde, pero la entrada de la señora Diana en escena y su silencio para evitar contradecir a la señora Dionisia durante el breve diálogo que ellas mantuvieron lo dejaban atados de pies y manos. Solo esperaba que nadie de su entorno se enterara de eso. Perder una materia en la universidad era algo que a cualquiera le podía pasar, pero eso de vestirse de mujer…

– «En un par de horas entonces, que quiero dormir un rato antes. Te espero.», y Diana salió de la cocina.

La ama de llaves lo dejó hacer con su pie izquierdo un par de minutos más, dio por terminado el masaje y se hizo poner las botas.

– «Toma, esta en una máquina depiladora. Te la pasas por toda la cara, te quedas con cero patillas y esas cejas te las afinas bien.», ordenó Dionisia. Para concluir luego con ternura: «Y te agradezco mucho. Ya quisiera todos los días tenerte masajeándome los pies… pero esos benditos estudios tuyos… ¡En fin! Te veo luego de que alivies a Diana para preparte y preparar todo.»

– «Sí señora Dionisia.», contestó el solícitamente mientras una mezcla ingobernable de sensaciones y emociones se apoderaban de su cuerpo y su mente.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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