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SUELAS ROJAS XVI – XVII

SUELAS ROJAS (Parte XVI)

El domingo las señoras Diana y Dionisia se quedaron en casa, le hicieron servir en todo y no perdieron ocasión para abofetearlo, humillarlo verbalmente y aplicarle descargas eléctricas cada vez que tenían ocasión.

Carlos se despertó agotadísimo el lunes, se arregló lo mejor que pudo y se fue al trabajo. Tuvo que presentar las constancias de su detención a la secretaría de la gerenta, lo que lo puso en situación incomodísima. «¿Pero en qué anda Bermúdez?» le dijo Carla, una mujer de unos 40 años, siempre vestida sobria e impecablemente. El casi ni contestó, terriblemente avergonzado. A media mañana, todas las mujeres de la empresa lo miraban mal, y los hombres con sonrisa burlona, salvo el que lo convenció de denunciar, que le preguntó qué había pasado, que cómo estaba así, que… Pero el le dijo que ni quería hablar del asunto.

Llegó la hora de salir del trabajo y de cumplir su nueva obligación: asistir al curso contra la violencia de género de la fundación ‘Huerta Ecológica Mujeres que Bregan por la Recuperación de los Agresores’. Le llamó la atención el cartel de la entrada que decía ‘Fundación H.E.M.B.R.A.’, ¡vaya sigla!, se dijo a si mismo. El camino al aula del curso estaba señalizado y al llegar una mujer de unos 45 años le dio las buenas tardes, fríamente y desde lejos, y le ordenó sentarse. La Doctora María Ana Inchauspe, psicóloga, así se presentó, comenzó a hablarles de feminismo y derechos de la mujer. Les dijo que no bastaba que asistiesen, si no que debían tomar nota. Invitó a quienes no habían venido preparados para ello a tomar unas hojas y bolígrafos de la mesa del fondo del salón. Tras 40 minutos de clase, les ordenó pasar a un salón contiguo, a servir café, te y pasear con bandejas con unos bizcochos dulces a otras profesoras y jóvenes mujeres que estaban tomando otro curso en la institución.

Tras 20 minutos o algo más, les indicó que como parte del curso cada día durante esa pausa prestarían un breve servicio a las mujeres allí presentes y que serían evaluados por ello, como también mediante un cuestionario que deberían responder el último día y que, dada la naturaleza judicial de su asistencia, tenían la obligación de aprobarlo, instándolos a estudiar los apuntes que tomaran desde el primer día. Después de la segunda parte de la clase los despidió, y Carlos partió a la casa de sus amas, sabiendo que tendría que ponerse a hacer todo lo de siempre, pero con menos tiempo y que terminaría tarde.

Cuando entró por la cocina, las dos lo estaban esperando. Diana le ordenó bajarse los pantalones y la ropa interior e hincarse en el suelo, y comenzaron a pegarle con la fusta en el trasero ya maltrecho. «¡Esto es lo que te espera, cerdo, por haber traicionado nuestra confianza!», le dijo Diana. Y luego le indicó que preparase primero la cena y luego se quedase a terminar todas las tareas de limpieza que adeudaba, por lo que se fue a dormir a la una de la mañana.

Tras una semana agotadora, pues todos sus días fueron iguales a ese lunes, el sábado llegó la hora de sus trabajos comunitarios en la Fundación H.E.M.B.R.A., en otra localización que quedaba en las afueras de la ciudad. Sería de 8 a 18 h, pues tenía que cumplimentar las 40 horas en un mes, por lo que sus mandamases ya le habían dejado claro que el domingo tendría que hacer toda la jardinería y demás tareas de fin de semana sin excusas. Al llegar, se le heló la sangre: al entrar con una señalización idéntica al edificio donde recibía el curso, la flecha hacia la izquierda indicaba «Huerta Fundación H.E.M.B.R.A. de trabajos comunitarios» y la de la derecha «Instituto Correccional Fundación H.E.M.B.R.A. para la Reeducación de los agresores de género». A 100 metros se veía un alambrado coronado por grueso alambre de trinchera, una mujer joven alta y espigada, de largo cabello negro armada con una ametralladora automática y a 100 metros más, un muro como de 5 metros con torretas de vigilancia cada 50 aproximadamente.

Rápidamente giró hacia su izquierda y ni quiso mirar en detalle lo que iba teniendo a la espalda: lo aterrorizó la idea de que lo enviaran allí. Se preguntó como una simple fundación podía tener esas instalaciones, tanto por lo que se veía que habrían invertido como por el hecho de que dispongan de un instituto correccional privado. ¿No era esa una competencia pura y exclusivamente estatal? ¿Las leyes contra la violencia de género permitían hasta eso a las organizaciones feministas? ¿Cuánto tardarían las mujeres que le imponían su voluntad en internarlo al menos una temporada ahí con cualquier excusa si se enteraban de que existía? El más completo espanto se había apoderado de él.

SUELAS ROJAS (Parte XVII)

La Doctora Alina, una mujer delgada, de estatura media, pelo corto, facciones delicadas, tailleur, sombrero y zapatos negros, de unos 60 años perfectamente cuidados esperaba a los nuevos «voluntarios» junto con tres instructoras de veintipico de años, enfundadas ellas en equipos deportivos negros con la identificación «Fundación H.E.M.B.R.A.» escrita en letras rosas.

Al presentarse dijo que era de profesión médica, especializada en psiquiatría, y con formal amabilidad les dio la bienvenida. Les explicó que el producto de la huerta era destinado por completo a las actividades feministas de la fundación, que iban desde el apoyo económico y el acompañamiento de todo tipo a las mujeres en riesgo hasta la promoción de las posturas más radicales en favor de los derechos femeninos. Incluso dijo estar orgullosa de las nuevas instalaciones del Instituto Correccional, que funcionaba en ese mismo lugar, también como una huerta, y agradeció el aporte voluntario de benefactoras y también benefactores voluntarios que entendían el nuevo giro que estaba tomando el mundo.

En el medio del patio, extrañamente, en el mástil no ondeaba el pabellón nacional, sino el de la fundación.

Las tres instructoras se separaron y las dos primeras llamaron uno por uno a los voluntarios que tenían asignados. La tercera joven dijo: «Los restantes, aquí conmigo.» Entre ellos estaba Carlos, que obedeció prontamente. Luego ella dijo: «Soy Silvia, su instructora.» Y comenzó a tomar lista. La joven, de aspecto atlético, pelo negro, ojos marrones y tez cobriza, les explicó la actividad y el cronograma del día: «¡Atención! Esto es lo que haremos hoy: pequeñas zanjas a pala para ir sembrando las semillas que están en las cajas ubicadas en el extremo de cada parcela. Un paquete por zanja. Se hace todo manual porque somos ecologistas: si usarámos aparatos malgastaríamos energía que para generarla ocasiona contaminación. El plan de trabajo es este: tienen diez minutos para ir al baño y a tomar agua ahora mismo en ese edificio. Luego, cuando yo les indique, a mediodía, tendrán otros diez minutos para lo mismo, luego el servicio de almuerzo a directoras, instructoras y aspirantes que están tomando un curso, y luego de vuelta a la siembra. No pierdan el tiempo. No es solo venir acá, es hacerlo bien para obtener mi aprobación y la de las directoras. Solo así daremos informe favorable a la justicia. Empiezan sus diez minutos. Luego nos reunimos en la esquina de aquella parcela e iniciamos el trabajo.» Sin más, Silvia tomó el camino hacia donde les había indicado que los esperaría y ellos, tras de mirarse por unos segundos y de algún comentario que quiso ser gracioso de alguno fueron a beber agua y hacer sus necesidades. El día transcurrió según lo estipulado, con la instructora dando indicaciones sencillas de tanto en tanto y tomando notas en su cuaderno, preguntando de tanto en tanto el nombre de alguno. En la pausa del mediodía uno de los compañeros de Carlos preguntó si no les darían de comer también, dadas las diez horas que pasarían en el lugar, o si tenían permiso para salir a comprar algo, pero la joven a cargo le contestó que la fundación debía maximizar los recursos para las mujeres y no para los hombres, y que no podían perder tiempo de trabajo. También que nadie los retendría allí, pero que podían dar por seguro que ella escribiría una recomendación negativa a quien saliese. El horario era conocido de antemano y debían haber tomado sus recaudos.

Carlos volvió a casa de Diana cuando ya estaba oscureciendo. Las señoras no estaban. Hizo toda la limpieza de los interiores y demás quehaceres domésticos antes de comer algo y acostarse. El domingo a las 6.55 pasó por la cocina y solo encontró una escueta nota de Dionisia: «La jardinería, desnudo como siempre.» Las señoras dormían.

Ellas se despertaron a mediodía y el les preparó y sirvió diligentemente el almuerzo. Luego se tomaron dos horas para demostrarle todo su desprecio hacia él, que no había sido digno de la confianza que ellas le habían dispensado, y descargaron su ira: humillación verbal, escupitajos, bofetadas, caminatas de rodillas de un lado a otro del estar, las púas en el aparato que mantenía apresado su pene y las patadas en la entrepierna, las fustas y las descargas eléctricas. La jornada de trabajo del sábado le parecía el paraíso perdido. Finalmente, Diana y Dionisia se retiraron a su dormitorio mientras empezaban a tocarse, visiblemente excitadas por el sufrimiento al que habían sometido a Carlos. La primera le ordenó: «Y ahora vamos a satisfacernos como tú no puedes hacerlo, pero ni se te ocurra quitarte las púas hasta que te tengas que ir al trabajo mañana, ¡sino la pagarás todavía peor, cerdo traidor!». Él, sin decir palabra, agachó la cabeza una vez más, en señal de completa obediencia.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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