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SUELAS ROJAS V y VI

SUELAS ROJAS (Parte V)

Se despertó y ya no sabía que pensar. Preparó todo y se fue al trabajo… en autobús. Trató de concentrarse lo más que pudo en las cuestiones de la oficina de forma adrede para no volver a pensar en lo que pasaba en su casa… Bueno, en lo que pasaba con él en la casa de Diana, para ser más realista.

«¿Pero que te ha pasado en la cara?» le dijo un compañero en tono burlón. «¿Tu señora te ha pegado?» Se veía que los sucesivos cachetazos de ella le habían dejado la marca en el rostro. «No, es que tengo una alergia.», contestó riéndose sin ganas de lo que intentó ser una broma, pero que para él no lo era.

Llegaba la hora de volver y con ella la angustia de saber con que otra mala nueva podría encontrarse hoy. Diana ya lo tenía económicamente en sus manos. ¿Se conformaría con eso? ¿Terminaría por echarlo de la casa? ¿O qué tendría en mente para él? De pronto volvió a su mente la pregunta que ella le hizo la tarde del día que la encontró con su amante: “¿seguro que harás lo que sea?”

Incluso pensó en tomarse un tiempo para caminar y volver más tarde, pero recordó el enojo por lo que había tardado de más el día anterior, aunque fue debido al cambio en su manera de viajar, y pensó que no sería prudente, más que ella le había adelantado que quería discutir su «conducta», como si el fuera un adolescente.

Al llegar y entrar en la casa no había nadie en el estar, solo se escuchaban algunas risitas en el cuarto de Diana. Él espero un par de minutos, y dijo en voz media: «Diana… Señora he llegado.», recordando de repente alguna de sus últimas directivas para él.

Dionisia primero y luego Diana salieron con caras de felicidad y el pelo revuelto. Diana mientras se abrochaba los botones de su blusa y sin sostén. La vista de él fue directamente a sus perfectos senos. Ella se acercó y le asestó otro de sus golpes en la mejilla izquierda, con la mano abierta: «Pero que miras, ¡estúpido!» «Perdón Señora.», contestó él, sin saber que más decir. «¿Por dónde has entrado?» preguntó Diana. «Por la puerta.» respondió el sin entender a lo que iba la pregunta. Otra cachetada más resonó contra las paredes. «¿Por cuál puerta, estúpido? ¿La del frente?» «Si, Di… Señora.» dijo él. «Pues te has equivocado. Si sigues en esta casa es sólo gracias a mi generosidad, y eso se paga con servicio. ¿Entiendes?» le espetó ella. Él, shockeado por ser tratado como si fuera un criado por la que era todavía legalmente su esposa, por no irritarla contestó sumisamente «Sí Señora.», al tiempo que se sentía inexplicablemente excitado por la situación. «Pues bien, de ahora en más entrarás solo por la puerta de atrás o por la de servicio, ¿entiendes? Eres personal de servicio. ¡Y el más bajo! Te harás cargo de limpiar los baños por empezar, que ese no es trabajo al que deba dedicarse ninguna mujer, y por ahora eres el único hombre en la casa. Al jardinero lo he despedido, con lo que me ahorre de él te daré tu paga semanal, así que ocúpate de eso también. Y por el resto, estás a cargo de Dionisia. Hazle caso a todo lo que ella te mande, y en tiempo y forma, como si fuera yo. ¿Entiendes imbécil?» «Si Señora, como Usted mande.», contestó el sin entender muy bien de donde le salía el tratarla de Usted, pero de hecho ya no se sentía a la misma altura que ella como para tratarla de tú.

Ni tampoco Diana le daba nunca tiempo a reaccionar con la avalancha de imposiciones que habían comenzado desde el fatídico momento en que el osó invadir su privacidad. Pensó que sobre todo no debía haber firmado todo lo que firmó en la tarde del día anterior, pero ya no podía volver las cosas atrás y esta, se veía, era la única forma de seguir estando cerca de ella, la que adoraba tanto. «Muy bien, me alegra que lo tengas claro.» dijo Diana sonriendo con satisfacción. «Y la tratas de señora también, que lo es como toda mujer. Y te me vas rápido a quitar la ropa de la oficina que ya es hora de que limpies el baño. ¡Ahora mismo!» «Si Señora«, dijo nuevamente él, agachando la cabeza y saliendo de la casa hacia su cobertizo.

Cuando volvió, dispuesto a limpiar el baño, escuchó que Diana y Dionisia hablaban en el cuarto de la primera, sin que se pudiera entender bien que decían, con la puerta apenas entreabierta y las luces apagadas. Pasó por delante del dormitorio y humillado como estaba se dedicó a cumplir su tarea.

SUELAS ROJAS (Parte VI)

La semana pasó sin grandes novedades para Carlos, o casi… Porque las señoras de la casa, Diana y Dionisia, lo esperaban cada tarde cómodamente sentadas en los sillones del estar, y le asignaban cada vez más tareas: limpiar platos, fregar pisos, lavar la ropa, cocinar y servir la cena… prácticamente todas las tareas estaban a su cargo y el viernes terminó acostándose a la una de la mañana luego de cumplir todas las órdenes dadas por las dos mujeres. Los cachetazos de Diana servían para aclararle de inmediato cualquier duda que el pudiera tener o queja que pudiera plantear, de modo que al estar claro quienes daban las órdenes y quien obedecía se percibía una atmósfera de armonía y respeto en ese hogar. Él por un lado se sentía menoscabado y humillado, pero por el otro le daba gusto ver a Diana tan feliz como nunca había estado cuando llevaban una vida «normal».

El sábado se despertó temprano y salió a correr un rato como siempre lo hacía. A las 9 estuvo de vuelta, dispuesto a comenzar con todas las tareas que le esperaban. Entró por la puerta de servicio y se le pusieron los pelos de punta al encontrar a Dionisia sentada en la cocina, con las piernas cruzadas, luciendo unas botas negras con suelas rojas idénticas a las que él le había comprado a Diana en su ocasión, aunque de talle más grande. De pronto se dio cuenta de que nunca había reparado en la belleza de la joven, de unos veinticinco años aproximadamente, alta como de un metro ochenta, armoniosamente musculosa, piernas perfectas que hoy se mostraban a pleno por la falda corta de cuero negro que llevaba, senos grandes pero proporcionados bajo una blusa ajustada, el cabello largo y negro como sus ojos, y un rostro anguloso y perfecto. «¿Adonde fue el señor sin pedir permiso?» le dijo ella con sorna. Nunca lo había tratado así.

Apenas le había indicado las tareas que tenía que hacer durante los días previos, pero prácticamente sin demostrarle emoción alguna. Ahora en cambio, parecía eufórica por haberlo pillado ‘in fraganti’ y dispuesto a rebajarlo como lo hacía Diana. Y no se equivocaba. «Es que Dio… Señora Dionisia yo siempre salgo los sábados a esta hora y…». «¡Suficiente!», lo interrumpió ella, levantándose. «¡De rodillas ya!» Él obedeció, agachando la cabeza. «¡Ahora mírame!» el levantó la vista, desprevenido, y Dionisia aprovechó a pegarle un cachetazo con su mano izquierda que lo tiró al suelo. «Esto es para que aprendas a no salir sin permiso. La próxima vez que salgas y no sea al trabajo o por orden nuestra, me lo dirás antes, y yo veré si corresponde o no. ¿Entiendes estúpido?» Carlos, levantándose hasta quedar arrodillado de vuelta y todavía no repuesto de la nueva mala sorpresa con la cabeza gacha dijo sumisamente: «Si Señora Dionisia». «Te había dicho que levantes la vista, ¿no?». El la levantó con miedo a que llegara otro golpe, pero esta vez no pasó. «Si Señora Dionisia», volvió a repetir, al tiempo que veía a la joven mujer cada vez más hermosa y superior…

La que antes le limpiaba los calzones ahora lo tenía a su merced. Y parecía dispuesta a aprovecharse de ello. «Pues bien.» siguió Dionisia volviéndose a sentar, «Ahora quiero que mires bien estas hermosas botas que Diana pagó con tu última quincena, te agradan, ¿no?». «Sí Señora Dionisia», contestó él, respetuosamente. «Quiero que me las quites y me masajees los pies.» Carlos obedeció en silencio y empezó su tarea, que duró una larga hora, mientras Dionisia lo mandaba a buscar aceites, lo pateaba (con bastante sutileza), le metía los pies en la boca, lo hacía tumbarse en el suelo para pisotearlo con ellos. Carlos terminó excitadísimo y completamente imposibilitado ahora de negarse a cualquier requerimiento ya no de una, sino de las dos mujeres de la casa. Eso de que haría cualquier cosa era ya realidad. Se daba cuenta de que definitivamente no estaba a nivel de esas diosas, y que lo único decente que podía hacer era obedecerles sin pedir nada a cambio.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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