SUELAS ROJAS XIX
SUELAS ROJAS (Parte XIX)
“¿Qué pasa contigo? ¿Todavía no escarmientas?”, comenzó a recriminarle Dionisia apenas se quedaron solos. “Pero igual ven aquí, ponte en cuatro patas así engrilletado como estás delante mío que tengo algo que mostrarte”, prosiguió.
El reo obedeció. La mujer en tanto, sentada como estaba, comenzó a subir la falda del vestido de tul rojo que tenía puesto. Bajo el mismo, aparecieron unas botas rojas brillantes de caña alta, de las cuales durante la reunión apenas se veía la parte inferior, por lo que no podía distinguirse si eran botas o zapatos. Y la bombacha, también roja, con transparencias, que permitía vislumbrar el vello púbico prolijamente recortado de la joven.
“Te dije que quería mostrarte, ¡imbécil! ¡Así que mira!”, continuó la dama, mostrando nulo respeto por el acusado. “Ahora dime, ¿de verdad piensas no firmar el acuerdo? Mira bien, ¿me queda bonita esta ropa interior?”
“Pues señora Dionisia, vi el lugar…”, alcanzó a balbucear Carlos.
“¿Acaso tienes miedo? ¿Necesitas que te de coraje? ¡Qué poca cosa eres! Pero mira bien lo que tienes enfrente… Porque a tí te dará miedo, pero a mi me puso mucho lo que contaron de ese lugar… Y necesitaría justo ahora alguien que… ¡Pero si no firmas…!”
Él que hacía dos minutos se había dicho a sí mismo que nunca firmaría para ir a ese lugar que le parecía el infierno, comenzó a dudar. Llevaba ya seis semanas de castidad. De seguro Dionisia no lo liberaría del aparato, pero tal vez le permitiría adorar sus partes íntimas… y hacía tanto que Diana ya no lo tenía en cuenta ni para eso… La lucha interior le hacía hervir la cabeza.
“¿Pero se te ocurrió a tí solo esta estupidez de denunciar en falso? ¡Si parecías tan bueno y obediente! ¡Y de pronto te conviertes en criminal de género! ¡No me lo puedo explicar!”
“Bueno, en el trabajo me veían mal… y hubo alguien…”, dijo en voz muy baja él.
“¡Ya me parecía! ¡Alguien te llenó la cabeza de basura machista! ¿Quién fue?”, inquirió Dionisia.
“Pues… no se si deba decirlo.”
“¿Además quieres ganarte la pena por encubridor? ¡Tienes mierda en la cabeza! Alguien del trabajo, pues bien. ¡Dí el nombre ya, que me estás cansando!”
“Se llama Juan Gómez, señora Dionisia.”
“Bueno, podrías inventarte un nombre menos común, ¿no? ¿Tú crees que yo me voy a tragar que se llama así? ¡Pediré que te doblen la pena por idiota!”
“De verdad se llama así, señora Dionisia. Yo no le mentiría… Ni bueno, no volveré a hacer nada fuera de lugar de aquí en más… ¡Le ruego perdón!”
“Pues para escapar de esta ya es tarde. Pero bien, ya tenemos a tú cómplice. ¡Ahora ven, acércate más!”, dijo Dionisia. “Quítame las botas que se me están cansando las piernas.”
Él, con dificultad por estar esposado, obedeció. Deslizó los cierres que corrían por detrás de los largos calzados, y luego quitó con cuidado las botas de la ardiente joven. Había entregado a quien lo había querido ayudar, pero en verdad no se sintió mal por eso. Por más que su compañero hubiese tenido buenas intenciones… ¡ellas eran tan superiores! Otra vez volvió a darse cuenta de todo lo mal que había hecho y comprendió que en verdad merecía todo lo que estaba pasando por actuar tan desagradecida y estupidamente con sus señoras. ¡Si hubiera aceptado el mando de ellas sin dejarse llenar la cabeza por ese desgraciado ahora seguiría feliz en su casa sirviéndolas! La resistencia al poder de la mujer fogoneada por ese machista le había arruinado la vida.
“Ahora quédate ahí y mira bien lo que tienes frente a tí. ¿De verdad no piensas firmar? ¡Sería tan lindo que fueras a educarte bien! Ya lo pienso y me empieza a transpirar la panochita. Vas a tener que quitarme la pantaleta también, no quiero que se me moje.”
Él volvió a obedecer, tembloroso por la excitación y porque sabía que estaba a un solo paso de entregarse y decirle que iba a firmar el maldito documento. Ella lo percibía, sabía que una vez más lo tenía a su merced. Le quitó su prenda interior de las manos, se la puso a él en la cabeza con la parte de encaje sobre la nariz para que perciba sus olores, dejándole los ojos libres, lo tomó de las orejas y lo acercó a cinco centímetros de su coño. “Mira, ya quisiera quitarte eso de la cara, para que no le dejes tu mal aliento y me invadas con la lengua, no porque valgas nadas, sino porque estoy caliente y todas las mujeres de aquí están para cosas importantes, pero si no firmas… ¡me enfrío! ¿Tú que dices? ¡Mira bien lo que tienes delante! ¿Me vas a dejar con las ganas?”
Era todo lo que faltaba para quebrarlo.
“No señora Dionisia. Haré lo que usted mande. Si es firmar, firmaré.”, dijo él, apabullado por la sexualidad de la exhuberante mujer.
“¡Ya me parecía que en el fondo eras buen chico!”, festejó Dionisia. “¡Mira! Creo que te han dejado las copias y un bolígrafo en la mesa. Fírmalas todas y me las traes para que las revise. Me dará gusto ver que haces caso sin faltar ni a una hoja.”
El firmó todo sin pensar más que en que tal vez la diosa que tenía con él en esa sala le daría el gusto de permitirle… Aunque tal vez solo era un ardid para que firme, pero aún así ella merecía su obediencia. Cuando acabó todas las firmas, el terror le volvió al cuerpo, mientras le alcanzaba las hojas a su dominadora.
“¡Mmmmmmmm! ¡Muy bien!”, dijo ella cuando terminó la revisión, al tiempo que se desplazó hacia adelante en la silla y abrió las piernas de par en par. Lo hizo ponerse en cuatro patas de nuevo y sin ninguna sutileza lo tomó por la nuca y lo empujó contra su entrepierna. “¡Chupa gusano! ¡Que no lo mereces, pero ya me imagino como te castigarán en ese sitio y casi me vengo sola! ¡Ja ja ja ja ja ja! ¡Qué fácil que se los convence! ¡Por un coño dan la vida ustedes, ¿no? ¡Ja ja ja ja ja ja!”
Evidentemente Dionisia no esperaba respuesta, porque no lo dejaba separar ni un centímetro de su vagina. Al contrario, lo llevaba cada vez más profundo y con más fuerza. Él ya tenía toda la cara cubierta por sus jugos. Cuando la mujer sintió que estaba por correrse, lo forzó a subir la lengua hasta su clítoris, y le ordenó que le metiese primero uno, luego dos y al final tres dedos en la vulva. El estaba incomodísimo por las esposas, y no se caía solo porque ella lo sostenía contra sí con tanta fuerza que le servía de apoyo.
Finalmente, Dionisia gritó de placer y agitó todo su cuerpo extasiada, pensando en lo poderosa que era y como había logrado sobreponerse a su “patrón” hasta dominarlo por completo. Él se sostuvo como pudo para seguir su trabajo y prolongar su orgasmo por unos segundos más, sabiendo que él no gozaría de lo mismo, quizás nunca más y que esa era su única forma de participar en el sexo. Ella luego lo apartó de sí con desprecio, tomo sus prendas y se vistió y lo dejó tirado en el piso de la sala, mientras se llevaba las hojas del “acuerdo”.
CONTINUARÁ…
Autor: Esclavo josé